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Una y otra vez he intentado mostrarles que nuestro mundo presente sólo puede entenderse cabalmente como una perversión del Nuevo Testamento… Hablamos del mysterium iniquitatis, el misterio del mal, la anidación de un mal que de otro modo sería impensable, inimaginable e inexistente, y de su huevo al interior de la comunidad cristiana. Usamos entonces la palabra Anticristo: Anticristo que en muchos aspectos es tan parecido al Cristo y que predica la responsabilidad universal, la percepción global, la humilde aceptación de la enseñanza —en lugar de la posibilidad de descubrir por uno mismo— y la orientación por medio de instituciones. —Ivan Illich1
“Matar al indio en el niño”
Durante unos ciento treinta años, las iglesias cristianas de mi país mantuvieron escuelas residenciales con el expreso propósito de “civilizar” a los niños y niñas indígenas para incorporarlos al “cuerpo político” canadiense2. O, para dar un resumen más gráfico de esta misión en las palabras de Duncan Campbell Scott, viceministro de asuntos indígenas de la década de 1920: “para matar al indio en el niño”.
A lo largo de siete generaciones, niños y niñas aborígenes fueron acarreados en aviones, vehículos de la Real Policía Montada de Canadá3, a veces incluso en camiones de basura, y metidos en escuelas ubicadas a distancias infranqueables de sus comunidades de origen. Al llegar les cortaban el pelo, supuestamente con el propósito de despiojarlos. Los mocasines, camisas, blusas y pantalones que sus madres, abuelas y tías les habían hecho con tanto cariño les eran arrebatados y quemados invocando la misma justificación sanitaria. Los niños tenían prohibido hablar en su propia lengua y eran golpeados si se les sorprendía haciéndolo. Cualquier lazo con el hogar, la comunidad o la identidad indígena debía ser cortado. No debían hablar con sus propios hermanos y hermanas. Cada niño y niña debía convertirse en una tabula rasa despejada y uniforme, en la cual habrían de inscribirse pulcramente los mandamientos cristianos y las virtudes cívicas canadienses. Al ser un proyecto pagado por el bolsillo fiscal, todo esto debía hacerse con la más alta eficiencia de costos, es decir, con el mínimo de cuidados. Según el Informe Bryce presentado al Parlamento en 1907, de un 24 a un 42 por ciento de estos niños moría en las escuelas residenciales cada año. Las mejoras en el cuidado de los niños fueron rechazadas por el gobierno canadiense por considerarlas demasiado costosas4.
Los menonitas, típicamente reacios a la violencia de la colaboración iglesia-estado, no fueron capaces de percibir la violencia de este sistema y quedaron atrapados en el esquema colonial y su retórica racista. Un líder menonita dijo en 1963: “Creemos que rescatar al indio de su vileza, ignorancia e inmundicia es el primer paso para llevarlo hacia el conocimiento salvífico de Jesucristo”5. En 1955, un funcionario del Departamento Canadiense de Asuntos Indígenas estimó que entre un tercio y la mitad de todos los maestros de los “territorios no organizados” (ubicados fuera de los límites de la soberanía de los colonizadores) eran menonitas6.
Tanto los abusos sufridos por los niños y niñas aborígenes en estas escuelas como la política colonial de asimilación forzada son más que vergonzosas. No quiero sostener aquí, como han hecho otros cristianos, que estos abusos y políticas nada tienen que ver con el cristianismo. No podemos zafarnos tan fácilmente de esto. Se trata de una tragedia que no solo debemos recordar sino también asumir. Porque si hemos de evitar la repetición de dichas tragedias, tenemos que buscar su origen dentro de nuestra propia tradición. Los niños y niñas aborígenes del Canadá fueron secuestrados y llevados hacia el infierno por un camino pavimentado de intenciones netamente cristianas. Para comprender los orígenes de este extraño mal que estaba convencido de su propia benevolencia, necesitamos revisitar los días en que el poder imperial sedujo por primera vez a la iglesia cristiana.
Un emperador se convierte
En el año 312 d.C., Constantino el Grande quedó fascinado por cómo cierta dinámica de la fe cristiana la hacía excepcionalmente adecuada para unir y galvanizar a su cuerpo político, el Imperio Romano. Las antiguas identidades tribales de los territorios colonizados por el imperio no habían sido borradas por la espada de la conquista, y Roma se estaba fragmentando por acción de una creciente fuerza centrífuga. Por todas partes, las identidades locales estaban reafirmándose y presionando por una mayor autonomía. Aunque la identidad romana se había extendido hasta los confines del “mundo conocido”, no era adecuada para la universalización porque era étnica. Si a los visigodos o a los africanos se les concedía la ciudadanía romana, en realidad ellos nunca llegaban a verse a sí mismos como “romanos”. Constantino quedó fascinado por la idea de que, en Cristo, tal como escribe Pablo, “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer” (Gá. 3:28). Esta era una identidad que podía abarcar y trascender las identidades étnicas y de clase. Esta era una religión y una identidad que podía unir a un imperio7.
Aparentemente, Constantino encontró a Cristo en el campo de batalla, mientras se preparaba para enfrentar a Majencio, su principal rival en la pugna por el trono. Según la leyenda, él vio una nube con forma de cruz y oyó una voz que decía: “Con este signo vencerás”. Como respuesta, Constantino pintó cruces en los escudos de sus hombres. Algunos días después, marcharon victoriosos por las puertas de Roma, portando el símbolo cristiano en sus armaduras y la cabeza cercenada de Majencio en la punta en una lanza.
Independientemente de la fiabilidad del relato de Constantino acerca de aquella señal del cielo, su interpretación de lo que significaba vencer a los enemigos con la cruz era verdaderamente novedosa. Hasta ese momento, los cristianos en general entendían dicha victoria como conquistar a sus perseguidores a través del amor conciliador y no violento de Cristo, un amor que Cristo enseñó con su ejemplo en la cruz a través de un acto de perdón y autosacrificio. La idea de una campaña militar (o de cualquier proyecto del estado) “en el nombre de Cristo” era impensable antes de la apresurada reinterpretación de Constantino. En palabras de Justino Mártir, uno de los líderes del cristianismo primitivo: “Nosotros, los que estábamos antes llenos de guerra y de muertes mutuas y de toda maldad, hemos renunciado en toda la tierra a los instrumentos guerreros y hemos cambiado las espadas en arados y las lanzas en útiles de cultivo de la tierra”8.
Aunque hubo alivio entre los cristianos por el fin de la persecución apoyada por el estado —un fin que llegó con la legalización de la fe cristiana por Constantino—, hubo también una gran preocupación acerca de cómo esta nueva relación con los poderes distorsionaría la fe. “A medida que la iglesia aumentaba en influencia, decaía en virtudes cristianas”, reflexionó Jerónimo, el erudito cristiano (c. 342-420). Cien años después de la conversión de Constantino, la maquinaria militar romana era gobernada por una doctrina oficialmente cristiana de la Guerra Justa; iglesia y estado marchaban juntos en sincronía. Decapitaciones, guerras, persecuciones violentas de herejes religiosos “en el nombre de Cristo” se habían vuelto no solamente permisibles sino también una necesidad incuestionable para la protección del estado cristiano.
El reclutamiento de la caridad cristiana
La cruz grabada en la maquinaria militar no fue lo único que inquietó las sensibilidades de los cristianos primitivos, porque el estado también empezó a reclutar la caridad cristiana. Los primeros “hospitales” fueron fundados en las ciudades romanas posconstantinianas como una forma de abordar el creciente problema de las personas sin casa, mediante la intensificación e institucionalización de la práctica de los cristianos primitivos de acoger al forastero como una forma de recibir al Cristo. Debido a que Jesús les dijo a sus discípulos que todo lo que hicieron “al más insignificante de estos, mis hermanos, ¡me lo hicieron a mí!” (Mat 25:40, NTV), los hogares de los cristianos primitivos tenían la práctica de mantener una vela en la ventana, un mendrugo en la despensa y una esterilla para dormir con el propósito de recibir a forasteros en sus propias casas. Juan Crisóstomo (“Boca de oro”), un predicador de la época, hablaba con vehemencia contra esta transformación del llamado del evangelio a recibir al forastero. Crisóstomo consideraba tan crucial el hábito de la hospitalidad que dijo a sus oyentes que, si cesaban de mantener esta práctica de manera personal y espontánea en torno a sus propias mesas, sus hogares dejarían de ser cristianos.
Como recordatorio de esta práctica, para sí mismo y para sus amigos, Illich llevaba siempre un cabo de vela en el bolsillo y lo sacaba en cualquier ocasión en que “dos o tres” (o más) estuvieran “reunidos” (véase Mateo 18:20) para colocarlo sobre la mesa y encenderlo como recordatorio de que el círculo de amistad reunido en torno a esa luz era siempre un círculo abierto porque se mantenía expectante a la llegada del otro: otro amigo o algún desconocido (incluso un enemigo) que podría llegar a convertirse en amigo. Esta apertura al encuentro con el otro no era otra cosa que una apertura a la presencia de Jesús. Esto no podía estar más alejado de la “maquinaria instrumentalizada” para identificar y atender de manera eficiente y profesional necesidades distantes, en la cual esta práctica cristiana se transformaría empezando por aquellos primeros hospitales, lo que Illich denomina la mutación de la hospitalidad en hospitalización9.
Constantino es un ejemplo clásico del refrán de Illich: “Corruptio optimi quae est pessima” (“La corrupción de lo mejor es la peor”). Esta frase resume la tesis de Illich de que la conformación históricamente singular de las instituciones modernas puede explicarse mejor como una perversión del cristianismo. Es interesante notar que la parábola cristiana que impulsó a Illich hacia esta conclusión fue el relato que le hizo comprender aquella naturaleza radical del evangelio cristiano que lo lleva a trascender las barreras de la etnicidad y que lo hizo tan atractivo para Constantino: la parábola de Jesús acerca del Buen Samaritano.
“¿Quién es mi prójimo?”
En el Evangelio de Lucas, un intérprete de la ley le pregunta a Jesús qué debe hacer “para heredar la vida eterna”. (Esta, entre paréntesis, no es una pregunta acerca de “cómo llegar al cielo” sino acerca de cómo llegar a ser heredero pleno —el que está más interiorizado— de la vida de Dios, tal como Jesús la ha estado explicando.) Jesús le devuelve la pregunta al intérprete de la ley y le interroga acerca de cuál Escritura es la clave interpretativa de la Torá. El intérprete de la ley responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús le dice: “Bien has respondido; haz esto, y vivirás” (Lucas 10:27-28, Reina Valera).
Pero el intérprete de la ley, como buen abogado que es, pide aclaraciones. Pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?”. Es una categoría vaga, después de todo. ¿Hasta dónde se extiende esta obligación? Amar a otra persona como a tu propia carne, tu propio ser, no es un compromiso que pueda tomarse a la ligera. El intérprete de la ley puede ver las extrapolaciones de este compromiso ampliándose hacia un horizonte ilimitado, diluyéndolo irremediablemente o tornándolo imposible de practicar. La suya es una pregunta justa.
Jesús, fiel a su costumbre, responde con una historia. Illich observa que este modo narrativo y concreto es esencial para la respuesta de Jesús. La respuesta debe ser una historia; no puede reducirse a una regla. De hecho, la historia es acerca de la transgresión de las reglas. Illich afirma que la “doctrina acerca del prójimo… es absolutamente destructiva de la decencia común, de lo que hasta entonces se había entendido como comportamiento ético… En la antigüedad, el comportamiento hospitalario… implica la existencia de límites trazados en torno a aquellos con quienes nos podemos comportar de ese modo”10. Este límite es precisamente lo que el intérprete de la ley le está exigiendo a Jesús que identifique. Cualquier ética de la Antigüedad requería de un ethnos —una tribu o grupo— que la contuviera. Los samaritanos no solamente estaban fuera del redil judío, sino que además eran el grupo más amenazante para la identidad judía: eran mitad judíos que se habían casado y mezclado con la cultura de los gentiles, la misma que la siempre presionada minoría judía luchaba por mantener a raya.
Lo que Illich oye en el relato de Jesús es la sorprendente afirmación de que mi prójimo es aquel a quien escojo “en respuesta a un llamado y no una categoría, en este caso el llamado de un judío apaleado en una zanja”11. El relato sugiere que “somos criaturas que encontramos nuestra perfección únicamente si establecemos una relación”, una que “podría parecer arbitraria desde el punto de vista de todos los demás”12. El intérprete de la ley pregunta por una regla. Como respuesta, Jesús relata una historia acerca de un forastero y rival religioso a quien, literalmente, “se le conmovieron las entrañas” al ver la sangre y el dolor de su enemigo, una respuesta que inicia una sorprendente relación de amor intercultural.
La práctica cristiana de partir el pan juntos, cruzando las líneas divisorias entre tribus y clases, llamándose unos a otros “hermanos y hermanas en el Señor” y violando los antiguos tabúes étnicos en torno a las comidas y la pureza al entremezclarse fraternalmente era algo chocante para el mundo antiguo, un escándalo. Para la iglesia primitiva, estas nuevas prácticas de la comunidad de amor eran centrales. El eje principal del ministerio de Pablo es proclamar el derrumbe del “muro de hostilidad” (Ef. 2:14, NTV) que divide a judíos y gentiles por medio del misterio de la cruz: la sangre y el dolor de otro judío herido. Esto, de algún modo, tiene el poder de conmover las entrañas de las personas con una nueva compasión y sentido de familia que va más allá de cualquier identidad u obligación heredada.
Una libertad nueva y peligrosa
Illich muestra una y otra vez cómo el nuevo don de la comunidad cristiana es tan preciado como precario. Es una nueva bondad propensa a una nueva maldad. El nuevo sentido de familia resultaba sumamente conveniente para un megalómano imperialista. Del mismo modo, la misión de reunir al mundo entero en “una nueva humanidad en Cristo” fue fundamental para el proyecto de escuelas residenciales. En ambos casos, vemos cómo la transgresión cristiana de las antiguas barreras tribales representa una nueva libertad que se aproxima precipitadamente hacia un nuevo peligro. Esta libertad es al mismo tiempo causa de regocijo o de escalofríos —dependiendo de nuestro lugar en la historia— porque puso en movimiento la expansión a través del globo de una fe que, dependiendo solamente de una sutil variación, engendró encuentros con un tipo radicalmente nuevo de paz o un tipo radicalmente nuevo de violencia.
La diferencia, según Illich, está en cómo se lee la parábola del Buen Samaritano como resumen del mensaje de Jesús: como la invitación a una relación aceptada libremente o como el fundamento para un mandato universal. Su distinción trae a la memoria el eslogan de la luminaria canadiense Marshall McLuhan: “el medio es el mensaje”. El medio de la relación “Yo-Tú” encarnada, amorosa y libre es el mensaje de Cristo. Intentos de entregar el mismo mensaje que sean ajenos a este medio inevitablemente se tornan perversos.
El recorrido de Illich por la historia de la iglesia primitiva y los textos del Nuevo Testamento permite apreciar de manera más nítida las escuelas residenciales auspiciadas por el estado y administradas por las iglesias en Canadá, más aún que las típicas críticas “decolonizadoras”. Sí, es cierto que el sistema de escuelas residenciales era machista, racista e imperialista. Pero aún más maliciosa y, a fin de cuentas, más dañina para sus jóvenes internos e internas fue su obcecada misión de salvarlos. Una cosa es recuperarse de las heridas del desprecio. Otra cosa es recuperarse de las heridas de la caridad. Para el superviviente de la caridad violenta, el amor mismo ha quedado desfigurado para siempre.
Las escuelas residenciales no fueron el producto de un colonialismo genérico sino de uno específica y perversamente cristiano. Illich sostiene que la aplicación errada del relato del Buen Samaritano como fundamento de un mandato universal —la obligación de rescatar a los que se encuentran en condición deplorable— le da al Occidente cristiano una actitud hacia el otro que es única en la historia:
Solamente… con la iglesia europea occidental, el forastero se convirtió en alguien que estaba necesitado, alguien a quien había que recoger. Esta visión del forastero como carga se ha vuelto constitutiva de la sociedad occidental; sin esta misión universal hacia el mundo exterior, lo que denominamos Occidente no habría llegado a existir13.
Este sentido de misión característicamente occidental, derivado (¡y tergiversado!) de la Biblia llevó a los profesores y administradores de las escuelas a imponer sus ministraciones salvíficas a las Primeras Naciones del Canadá, en el convencimiento de que ellos eran los rescatadores y que los Primeros Pueblos del Canadá eran aquellos que necesitaban ser rescatados. ¡Una lectura más atenta del relato del Buen Samaritano podría haber llevado a los profesores a considerar que esos a quienes veían como forasteros —miembros de una “raza perdida”— podrían resultar ser quienes los rescataran a ellos! Pero esta lectura más humilde fue pasada por alto. Que el misionero pudiera ser aquel que necesitaba ser salvado no es algo que se les haya ocurrido a los obreros misioneros occidentales. Atribuyendo siempre las necesidades a los otros, atacaron a los miembros más vulnerables de las comunidades indígenas —los niños y niñas— ¡y no por malicia sino por misericordia cristiana! Aunque hubo depredadores innegablemente patológicos que se infiltraron en las escuelas residenciales, muchos miembros del personal eran misioneros bien intencionados que dedicaron sus vidas al “servicio” de estos niños. El gobierno escogió a los misioneros cristianos para este proyecto debido a su apasionado sentido de la caridad. Los misioneros estaban dispuestos a trabajar literalmente por nada, creyendo que su misión con “los pobres” les aseguraba “tesoros en el cielo” en lugar de recompensas materiales.
La naturaleza perversa de la relación entre estos supuestos salvadores y los niños que ellos se sentían obligados a amar y luego encadenar nacía directamente de la misión cristiana, despojada de su sentido de libertad y reducida a un conjunto de reglas que exigían diseminación universal. Los humanos siempre hemos tenido reglas, pero reglas contenidas por un ethos: el espíritu de un pueblo particular en un lugar particular.
Por dar un ejemplo del contexto indígena, Ella Deloria resume la ética dakota tradicional en los siguientes cuatro mandamientos: Primero, “sé un buen pariente. ¡Eso es de la máxima importancia!”. Luego, “mantén algún tipo de relación con todas las personas que conozcas”. A continuación, “sé generoso”. Y, por último, “¡sé hospitalario!”14. En muchos sentidos, esta ética es más amplia y misericordiosa que aquel cristianismo atado a reglas y obsesionado con los detalles que los europeos importaron a la Isla Tortuga15. Pero esta ética amplia de la hospitalidad generosa tiene límites; traza una clara línea divisoria en torno a la tribu dentro de la cual es aplicable.
Melanie Kampen, teóloga menonita que está descolonizando la teología cristiana al interrogarla con los paradigmas aborígenes, señala que la amplitud de esta ética de “todas mis relaciones” no debe “confundirse con una tolerancia liberal que busque diluir diferencias y disolver fronteras identitarias. La exclusividad de la tribu [es] importante”16. Ella sostiene que el confinamiento de la ética aborigen a un lugar y pueblo específicos “no puede desembocar en dominación o colonización”. Esto es algo de importancia vital para entender por qué muchas culturas indígenas no tienen interés en colonizar o convertir a otros pueblos. Pero, al mismo tiempo, este sentido de confinamiento ético no puede exigirle a un lakota que sea “buen pariente” de un cree o un ojibwa.
Jesús, por otra parte, le cuenta a su comunidad de judíos del primer siglo una historia acerca de un samaritano que quiebra con este mundo definido por fronteras y ama a alguien a quien no lo unen lazos tribales. Esto era —y es— buena nueva. El aporte de Illich es ver cuán fácilmente este bien puede tornarse en mal. Porque cuando esta nueva libertad se convirtió en regla, se abrió la puerta hacia una tiranía nunca antes conocida en la historia. Mientras que Gengis Kan y Julio César podían decapitar niños sin pensarlo dos veces en el proceso de extender su imperio, los cristianos podían ahora capturarlos para su completa aniquilación cultural, supuestamente por caridad y por el bien de los propios niños.
Mysterium Iniquitatis: El misterio de la maldad
En la Segunda Carta de Pablo a los Tesalonicenses, Illich halla una consciencia de este nuevo mal al cual los cristianos somos particularmente propensos. Él escribe: “La iglesia había quedado preñada de un mal que no habría encontrado lugar para anidar en el Antiguo Testamento”17. Pablo denomina a este mal mysterium iniquitatis, el “misterio de la maldad” (2 Ts. 2:7, NVI) y lo identifica con el Anticristo, un espíritu que anidaría en la iglesia, asumiendo la apariencia del espíritu de Cristo, pero que en realidad sería su opuesto demoníaco.
Para el lector moderno, tales palabras suenan terriblemente religiosas y extrañas. Pero Illich cree que el fenómeno del Anticristo puede ser investigado históricamente, sin recurrir a la fe o a las creencias, por poderes de observación disponibles tanto para cristianos como para no cristianos. “Cuanto más intento examinar el presente como entidad histórica, más… me obliga a aceptar un conjunto de axiomas para los cuales no encuentro paralelos en sociedades del pasado y que muestra un desconcertante tipo de horror, crueldad y degradación que no tiene precedentes en otras épocas históricas”18.
No se me ocurre ninguna otra categoría más precisa en la cual colocar el secuestro, confinamiento forzado y reprogramación asimilacionista de niños aborígenes canadienses por samaritanos coercitivamente caritativos que actúan en nombre de Cristo. Y a partir de ahí, no es difícil imaginar el camino hacia los más oscuros y horrorosos abusos sexuales y físicos ahora catalogados por la Comisión de Verdad y Reconciliación del Canadá sobre las escuelas residenciales.
Las relaciones enfermizas entre estos salvadores abusivos y los cautivos a su cargo me recuerdan a la torturadora-enfermera Annie Wilkes en la novela de horror Misery19 de Stephen King, cuyo argumento puede leerse como una aterradora parodia del relato del Buen Samaritano. Wilkes encuentra al escritor Paul Sheldon al costado del camino, herido por un accidente automovilístico, y lo lleva a una remota cabaña para cuidarlo hasta que se recupere. Ella le dice a Sheldon que es su fan número uno, pero su retorcido amor no admite la libertad. Cuando ella encuentra que el último manuscrito de Sheldon no es de su agrado, se pone muy agitada, reprendiéndolo por la violencia y obscenidad del escrito. Con el paso del tiempo, ella va volviéndose psicóticamente punitiva, encerrando e hiriendo nuevamente a Sheldon, obligándolo así a reescribir su historia tal como ella quiere, con un “final más agradable”. La novela culmina con Sheldon escapando vivo por un pelo, como un hombre profundamente destrozado que sucumbe al alcoholismo y pierde durante años su voz como escritor.
Los paralelos entre esta historia de horror psicológico y las escuelas residenciales de Canadá son asombrosos y escalofriantes. ¿Cuántos misioneros cristianos iniciaron su servicio entre las Primeras Naciones del Canadá con un cuento romántico de rescate en sus cabezas? ¿Cuántos se volvieron terriblemente violentos cuando los niños a quienes creían estar salvando no correspondieron a su fantasía? ¿Cuántos jóvenes Paul Sheldons aborígenes quedaron atrapados en el aterrador dilema de intentar hacer su mejor esfuerzo para transformar, no solamente su conducta, sino también su propio lenguaje y discurso para agradar a Enfermeras Wilkes violentamente controladoras, mientras tramaban desesperadamente cómo escapar? ¿Puede considerarse que algunas de las conversiones al cristianismo ocurridas en estas escuelas no sean más que ejemplos del síndrome de Estocolmo, la retorcida dinámica que hace que los secuestrados se identifiquen con sus secuestradores?
Resistiendo la supresión, acogiendo la inclusión
Al contrario de las escuelas residenciales, algunas misiones cristianas han sido libremente ofrecidas y libremente recibidas entre las Primeras Naciones del Canadá, y sus historias brillan como una luz en las tinieblas de las misiones que sirvieron a los intereses de la maquinaria colonial. El Reverendísimo Mark MacDonald, Obispo Nacional Indígena de la Iglesia Anglicana del Canadá, es uno de los portadores de esa luz. Una de las historias más impresionantes proviene del pueblo gwich’in de Alaska, donde MacDonald sirvió como obispo antes de asumir su actual puesto en la iglesia (lo cual de por sí representa un sorprendente contrarrelato de la historia colonial predominante).
Cuando el primer obispo anglicano de Alaska llegó a Alaska en 1862, encontró a cuatro mil gwich’in que leían todos los días las Oraciones Matinales y las Vísperas en sus chozas de cuero mientras seguían a los caribúes. “Eran probablemente el pueblo más anglicano del Canadá en aquella época”, comenta MacDonald a propósito de su rigurosa rutina de oración cristiana, “sin el beneficio de contar con un clero, cabría agregar”20. Las oraciones estaban en su propia lengua, traducidas al gwich’in a partir del ojibway por el catequista Robert MacDonald, un ojibway que se había ido vivir con ellos décadas antes de que los gwich’in tuvieran contacto alguno con misioneros blancos. MacDonald y otros catequistas aborígenes habían sido instruidos en Winnipeg por la Sociedad Misionera de la Iglesia Anglicana, un instituto teológicamente conservador en muchos sentidos pero que, sin embargo, aceptaba que los pueblos indígenas del Canadá tenían “una cultura válida, una cosmología válida y una manera de vivir válida”. Consideraban que la tarea de la misión era “no lograr que los pueblos indígenas fueran como los occidentales, sino lograr el desarrollo de una forma indígena de cristianismo”.
Los gwich’in siguen siendo hasta hoy una de las comunidades indígenas más separatistas del Canadá. Un judío ortodoxo, amigo del obispo MacDonald, le comentó: “Nunca pensé que encontraría algo semejante. Pero en este caso, su fe cristiana les ha ayudado a resistir la colonización en lugar de someterse a ella”. Para MacDonald, esta sorpresa es una señal de que “el evangelio y el poder de Dios son mayores que nuestras intenciones. Esto significa que, aun cuando nuestra intención sea usar el evangelio para ‘civilizar’ a alguien, acabamos teniendo un Desmond Tutu, un Martin Luther King, un Alce Negro”.
Alce Negro fue un hombre santo de los oglala y catequista católico romano que experimentó presiones de parte de los supervisores misioneros para que abandonara sus tradiciones. Sin embargo, hacia el final de su vida, Alce Negro decidió asumir abiertamente su identidad lakota, creando un registro escrito de los ritos sagrados de los lakota y de la visión chamánica que lo había marcado en su niñez como un líder espiritual para su pueblo. A los nueve años de edad, había sido llevado a los cielos por los sagrados Seres del Trueno del Oeste y había recibido atisbos del futuro de su pueblo. Su visión también tenía dimensiones universales, pero a diferencia de aquella del proyecto de las escuelas residenciales, en la visión de Alce Negro la identidad tribal era incorporada a una familia humana expandida por la inclusión en lugar de la supresión: “Y vi cómo el círculo sagrado de mi pueblo formaba parte de los muchos círculos que componen un círculo, amplio como la luz del día y como la luz de las estrellas, y en su centro crecía un árbol poderoso y florecido para cobijar a todos los hijos de una misma madre y de un mismo padre”21.
Para Alce Negro, Jesús era fácilmente reconocible como “un buen lakota”. Mark MacDonald sostiene que líderes como Alce Negro o Robert MacDonald son típicos de lo que él denomina “genio espiritual aborigen”, representante de una vasta mayoría de los habitantes aborígenes de la Isla Tortuga, a quienes tanto los antropólogos como la iglesia históricamente han descartado como fallidos. MacDonald estima que hay una pequeña minoría —alrededor de un 5 por ciento— que sigue una senda de tradicionalismo puro, y una minoría igualmente pequeña de aborígenes totalmente asimilados, que están completamente separados de sus comunidades y cultura, tal como era la intención del proyecto de escuelas residenciales. El 90 por ciento que queda en medio de esos dos grupos, descartado como “contaminado” por los antropólogos y como “sincrético” por la iglesia, son héroes para MacDonald, por la manera en que combinaron la esencia de la fe cristiana con una cosmología y manera de pensar indígenas.
MacDonald ve a los ancianos cristianos indígenas ofreciendo al Canadá una oportunidad única para alcanzar una nueva comprensión de la naturaleza de la historia canadiense y de la sabiduría espiritual que mezcle lo que es esencial y bueno en el evangelio cristiano con la cosmovisión que incluye “todas mis relaciones” de los pueblos indígenas. Dice él: “Creo que probablemente no haya otro país —y conozco mucho de lo que sucede en otros lugares— que tenga esta posibilidad de cambiar de verdad la manera en que comprendemos, no solamente al pueblo indígena, sino al medioambiente y todo tipo de cosas”.
Los canadienses contemporáneos suelen preguntarle a MacDonald por qué su pueblo querría ser cristiano, dadas todas las ofensas y abusos que han experimentado a manos de la iglesia. Él da dos razones: la primera, dice, es sencillamente Jesús, a quien encuentran “persuasivo, maravilloso y poderoso”. La segunda es la memoria de aquellos primeros misioneros que vivieron su vida junto al pueblo, “que viajaban adonde ellos viajaban, que comían con ellos cuando había caza, que pasaban hambre con ellos cuando no la había”22. El pueblo aún recuerda su amor y su sacrificio.
Estos misioneros son del tipo del cual Illich habla y los celebra dondequiera que los encuentra. La genuina misión cristiana, según Illich, “exige una profunda autocrítica y una disposición a escuchar y a perderse uno mismo. Requiere de una capacidad para poner entre paréntesis y relativizar la cultura propia para oír lo que el evangelio dice cuando habla con la voz de otra cultura”23. “Usar el evangelio para respaldar cualquier sistema social o político” es “blasfemo”24. El evangelio como instrumento para que una cultura colonice a otra es una abominación.
Reorientando
Con esto, Illich está enunciando una máxima de la sociedad moderna en sus más fuertes términos mientras desafía obstinadamente otra. Sí, la idea de que la religión pueda ser usada para apoyar estructuras políticas es automáticamente sospechosa y profundamente desagradable para la mayoría de los canadienses hoy. En nuestra memoria cultural, el clérigo mojigato y secretamente abusivo que educa niños a la fuerza en la sumisión a Dios y al País se ha vuelto un arquetipo, un “viejo del saco” de la peor especie, y no vamos a permitir que regrese. Pero no nos detenemos aquí; nunca más vamos a tolerar misioneros de ninguna especie. La idea del misionero autocrítico, entregado, no colonial, no etnocéntrico que Illich alaba se ha vuelto una imposibilidad para nosotros. Tales misioneros no pueden existir en la imaginación liberal posmoderna. No deben existir.
Sin embargo, cuando bloqueamos esa puerta, intentamos concretar una expulsión que ninguna cultura ha admitido jamás: una política sin religión. Todo pueblo sobre la tierra tiene relatos y autoridades espirituales que sustentan sus convenciones sociales y políticas. Máximo ejemplo de ello son las Primeras Naciones, para quienes un divorcio entre su mundo espiritual y su política es inimaginable. Ellos dan testimonio de que un ser humano o una cultura humana separada de sus relatos sagrados, de sus cantos espirituales y rituales de sanación, es una amputación, un cascarón vacío. Este es precisamente el peor daño infligido por el sistema de escuelas residenciales a los pueblos aborígenes del Canadá.
¿Dónde nos deja esto, entonces? No debemos repetir la dinámica de ese sistema volviendo a unir la religión al estado, pero tampoco podemos repetir su dinámica volviendo a divorciar el mundo físico del espiritual. Como Illich, no podemos sino ver nuestro predicamento en términos apocalípticos. Estamos al final del mundo tal como lo conocemos.
Hay una solución posible, pero esta involucra algo enteramente nuevo en la historia humana: una cultura orientada hacia un poder espiritual completamente libre de toda violencia o coerción. El desafío para las iglesias en el nuevo milenio es acoger la novedad de este proyecto y rechazar absolutamente la violencia fundacional de la cual se aparta.
Marcus Rempel es miembro fundador de la Granja Comunitaria Arados (Ploughshares Community Farm). Sus contactos en las comunidades indígenas han sido como Coordinador de Huertos Comunitarios del Comité Central Menonita, como terapeuta ocupacional aerotransportado para escuelas administradas por estas comunidades en el norte de Manitoba, como Coordinador de Justicia Hídrica y, más recientemente, como vecino y colaborador del Centro Espiritual Sandy-Saulteaux, una escuela teológica indígena situada a unas pocas vueltas de distancia en el río Brokenhead. El Centro Espiritual Sandy-Saulteaux está río arriba de la granja donde Marcus vive junto a su esposa y dos hijas, así como algunos otros amigos. Este ensayo es un capítulo del libro del mismo autor Life at the End of Us Versus Them: Cross Culture Stories, publicado recientemente por FriesenPress. Este artículo ha sido traducido por Felipe Elgueta.
Footnotes
David Cayley, The Rivers North of the Future: The Testament of Ivan Illich as told to David Cayley (Toronto: House of Anansi, 2005), 169.
El programa de escuelas residenciales se extendió desde la década de 1870 hasta fines de la década de 1990.
También conocida como RCMP o “la Montada”, es la fuerza nacional de policía en el Canadá hasta hoy.
El Comisionado Murray Sinclair de la CVR en conversación con Michael Enright en The Sunday Edition, 10 de agosto de 2014, http://www.cbc.ca/radio/thesundayedition/cyber-misogyny-roller-derby-opening-chile-s-black-box-justice-murray-sinclair-sarah-jeffrey-on-the-oboe-ralph-nader-1.2905156/justice-murray-sinclair-on-truth-and-reconciliation-1.2905159.
Steve Heinrichs, “Confessing the Past: Mennonites and the Indian School System”, Iglesia Menonita de Canadá, 2013, http://www.commonword.ca/ResourceView/43/16436.
Ibíd.
Susan Wise Bauer, The History of the Medieval World: From the Conversion of Constantine to the First Crusade (Nueva York: W.W. Norton, 2010), 3-7.
Citado en José Granados, Los misterios de la vida de Cristo en Justino Mártir (Roma: Pontificia Università Gregoriana, 2005), 223.
Ivan Illich, “Pain and Hospitality”, escrito presentado en Chicago, 1987. http://brandon.multics.org/library/illich/hospitality.pdf
Cayley, Rivers, 51.
Ibíd, 52.
Ibíd.
Ivan Illich, “Vernacular Values by Ivan Illich”, 1980. http://www.preservenet.com/theory/Illich/Vernacular.html#1.
Ella Deloria, Speaking of Indians (Lincoln: University of Nebraska Press, 1998), 48-49. Publicado originalmente en 1944.
Isla Tortuga es un término tradicional aborigen para referirse a nuestro continente. Proviene de un relato sagrado en el cual Nanabush edifica la tierra sobre la espalda de una tortuga.
Melanie Kampen, “Unsettling Theology: Decolonizing Western Interpretations of Original Sin” (tesis de máster, Universidad de Waterloo, 2014), 54.
Cayley, Rivers, 59.
Ibíd., 60.
King, Misery (Buenos Aires: Sudamericana, 2010).
Mark MacDonald, “Indigenous Anglican Ministry in Northern Canada”. Conferencia pública en la Catedral de St. James, Toronto, 29 de octubre de 2014. Todas las citas atribuidas a MacDonald en esta sección provienen de dicha conferencia, a menos que se indique lo contrario. Un video de la conferencia estuvo disponible en el sitio web de la Catedral de St. James.
Citado por Edwina Gateley en Christ in the Margins (Nueva York: Orbis Books, 2003), 115. El texto de Gateley va acompañado de la deslumbrante iconografía de Robert Lentz, quien diseña íconos religiosos de estilo tradicional con santos marginales, no oficiales: figuras como Alce Negro, Juliana de Norwich y Albert Einstein.
Mark MacDonald, discurso principal del Círculo Sagrado Diocesano, St. Peter Dynevor, 16 de junio de 2012. Notas personales.
Cayley, Rivers, 6.
Ibíd.