Gente olvidada

The Abstract

(To read this article in English, click here.)   ¿Recuerdan la historia bíblica sobre la mujer que padecía de hemorragias durante años? Sus recursos se habían agotado, no tenía a nadie más a quién recurrir ni tampoco otros remedios para probar. Trataba de esconder su condición, esperando que nadie se diera cuenta, porque la sangre de […]

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Reflection piece by Anne Thiessen

(To read this article in English, click here.)

 

¿Recuerdan la historia bíblica sobre la mujer que padecía de hemorragias durante años? Sus recursos se habían agotado, no tenía a nadie más a quién recurrir ni tampoco otros remedios para probar. Trataba de esconder su condición, esperando que nadie se diera cuenta, porque la sangre de la mujer se consideraba en ese tiempo especialmente vergonzosa.

¿Recuerdan cómo se mantuvo agachada para no llamar la atención? (O, al menos, así me la imagino.)

¿Recuerdan el valor que tuvo para extender la mano desde su posición y tocar con los dedos el manto del nuevo doctor? ¿Recuerdan que en el momento ella supo que por fin había sido, instantánea e increíblemente, sanada?

¿Recuerdan que el médico miró a su alrededor para buscar quién lo había tocado? ¿Recuerdan el desconcierto de sus aprendices?: «son multitudes las que te aprietan». ¡Pudo ser cualquier persona!

Exactamente. Podría haber sido cualquiera de nosotros. Pero no fue así. Fue aquella mujer sin nombre, vergonzosamente enferma y en la ruina. Una persona olvidada, invisible. ¿Recuerdan?

Recientemente estuve en un evento internacional de los Hermanos Menonitas en Tailandia. Al final de las reuniones, dos cosas nos quedaron claras a todos los participantes: los anabautistas comparten una historia centenaria de fidelidad, viviendo al margen de la sociedad. Pero todavía tienen un largo camino que recorrer para enfrentar la marginación, incluso dentro de sus propias filas. Se necesita voluntad y dedicación para encontrar a los olvidados y ver a los invisibles.

Cuando mi esposo y yo comenzamos a explorar dónde podríamos trabajar entre los grupos indígenas no alcanzados de México, los misioneros más experimentados sugirieron que comenzáramos nuestra búsqueda en los campamentos de migrantes en Culiacán, Sinaloa, donde los trabajadores y sus familias vivían alojados en galerones, separados con láminas o cartones, bajo un solo techo. Esas estructuras nos recordaban a los graneros de pollo. Pasamos meses conociendo a trabajadores migrantes en esos campamentos, aprendiendo meticulosamente su lengua tonal y estableciendo relaciones.

Los grupos indígenas en México son semiautónomos, y a menudo se necesita obtener permisos de sus autoridades para entrar o vivir en sus pueblos. Con frecuencia los de afuera no son bienvenidos, especialmente si son evangelistas o misioneros, ya que son percibidos como amenazas a las costumbres e identidad de las etnias. Se nos aconsejó entrar en una zona donde no hubiera presencia evangélica, ganando la confianza y las invitaciones de los trabajadores migrantes, antes de escoger el pueblo específico donde viviríamos.

Así lo hicimos, y eso nos llevó a uno de los pocos pueblos mixtecos que todavía tiene nombre mixteco (sus conquistadores indígenas o españoles les habían puesto nombres distintos a muchos otros). El pueblo, enclavado en la grieta entre las cumbres de dos montañas, que bloqueaban el sol hasta la media mañana y luego hasta el atardecer, se llama Yuvi Nani. Los habitantes nos decían que su nombre significa gente olvidada. Cuenta la leyenda que ran parias y refugiados de su ciudad natal en Oaxaca. Pero incluso el nombre de la ciudad natal se había perdido.

Si uno buscaba (como lo hicimos nosotros) en un mapa del gobierno, que registraba pueblos y caminos en el estado, la zona que correspondía a Yuvi Nani quedaba en blanco. No parecía haber nada allí. Algunos años después, un estudio de la ONU afirmó que Yuvi Nani y los pueblos a su alrededor eran los más marginados de todos los municipios de México. En varios sentidos, fueron olvidados incluso por su propio gobierno. Cuando hicimos algunas investigaciones sobre este grupo lingüístico en particular, la agencia misionera que más conocía el área nos informó que no había creyentes conocidos o trabajadores cristianos en la zona, y que era el más abandonado de todos los campos no alcanzados en México. Así que nos fuimos a Yuvi Nani.

Y que me alegra que lo hayamos hecho. Porque de este grupo de personas marginadas y olvidadas en México surge una historia maravillosa, una que conozco y que es muy cercana a la historia original del Pentecostés. Felipe, uno de los trabajadores migrantes (a quien conocimos en Culiacán), había oído unos cantos de alabanza evangélica en uno de los campamentos y se sintió conmovido por la forma en que comunicaban el poder de Cristo. Felipe era (y sigue siendo) casi monolingüe. Pero él captó estas verdades de los cantos evangélicos: Jesús resucitó de entre los muertos y también me levantará. Me escucha cuando oro. Él me ama y me sana de mis enfermedades.

Felipe llevó esta buena nueva a su pueblo. Después de dos años de testimonio, su cuñado Juan llegó a la fe. Juan, una autoridad del pueblo, usó los altavoces públicos del pueblo para reunir a todos en la plaza y predicarles las buenas nuevas. «¡Todos saben que estamos lejos de Dios! ¡Tenemos que convertirnos! ¡Debemos seguir el camino nuevo de Jesús!» Todo el pueblo llegó a la fe. Esa noche, la mitad se retractó por miedo a las represalias, pero el resto se mantuvo fiel y formó una iglesia. Escribieron cantos en mixteco. Abandonaron el consumo del alcohol y dejaron de golpear a sus esposas. Abandonaron la práctica de cobrar intereses altísimos en sus préstamos, y de vender a sus hijas en matrimonio con fines de lucro. Dios los estaba transformando.

Y un día, antes de que pasara un año, un asesino salió detrás de un camión al mediodía y le disparó a Juan, dejándolo muerto en medio de la calle. Juan había estado en una ciudad vecina, comprando materiales para construir una iglesia.

Poco después de la muerte de Juan, unos pastores latinos visitaron el pueblo y la nueva iglesia, y convencieron a la congregación que su idioma mixteco era inaceptable para Dios, y que todo el culto debería realizarse en español. Cesaron las oraciones en mixteco y la música y los cantos mixtecos dejaron de tocarse. Una iglesia cuyo fundador fue martirizado, que sufría la amenaza de muerte todos los días y que, sin embargo, permaneció fiel, fue obligada ahora —por sus propios hermanos en Cristo— a sufrir vergüenza por ser indígena. Al igual que la mujer con hemorragias que había tocado a Jesús, ellos, como indígenas, eran invisibles.

A veces, los que no nacimos en una situación de marginación, tenemos dificultad de ver el sufrimiento que causa y su invisibilidad resultante. No entendemos la vergüenza de ser olvidados. Pero, por medio de las relaciones y de la intencionalidad, podemos aprender, al igual que los discípulos, a mirar a los que llegan a tocar el borde del manto de Jesús. Podemos, con amor, sanar la vergüenza y restaurar la dignidad y la identidad cuando honramos a la gente invisible en el nombre de Cristo.

Hace unos años, encontramos a uno de nuestros hermanos de Yuvi Nani trabajando como migrante en algún lugar de Alabama. Nos hospedamos en su apartamento por cuatro días. Nos llevó a cenar a su lugar favorito: McDonald’s. Cuando estábamos a punto de irnos, le pidió a su hijo que le tomara una foto con Robert. «Eres mi mejor amigo», le dijo. Este es uno de los honores más altos que Robert ha recibido.

Otro grupo indígena marginado en el que tenemos amistades es el Wounaán de Panamá, que llegaron a Cristo a través del testimonio de los Hermanos Menonitas. Ellos también tienen una fascinante historia de redención, en la que pueblos enteros se entregaron a Jesús cuando sus líderes les hablaron del evangelio con mucha fe. En la cultura occidental de nuestros días, ¿en dónde tenemos semejante confianza sincera y obediencia inmediata a Jesús? Recientemente, cuando Robert estaba visitando a estos amigos, le comentaron sobre una conferencia de la iglesia que habían realizado el año anterior. Un predicador latino visitante había pasado horas persuadiéndoles sobre la necesidad de ser alimentados a través del estudio de la Palabra de Dios. Al final de la conferencia, un anciano Wounaán se levantó y dijo: «Hermanos, debo prepararme para morir. No puedo leer, y soy demasiado viejo para aprender. Así que no puedo recibir sustento». Este hombre, un aprendiz oral, fue invisible para el alfabetizado, el pastor latino con credenciales. Y mientras pienso en esta historia, me pregunto cuánto de la naturaleza de Dios es invisible para mí y para todos mis semejantes occidentales —incluso para ese pastor latino que usaba un estilo de predicación occidental— porque somos tan descuidados con la vida y la sabiduría de los indígenas ancianos, que son aprendices orales como este hombre sin nombre, que sufría, si no de una hemorragia de sangre, sí de una hemorragia de autoestima. Que valiente fue para articular su dolor. Pocos indígenas lo hacen. A veces sólo lo aceptan como su suerte en la vida y guardan silencio. Esta también es nuestra pérdida.

México. Panamá. Estas dos historias ponen de relieve la marginación de los grupos indígenas con historias que no debemos ignorar, sino para nuestra propia pérdida. Pero los indígenas no son los únicos grupos marginados en este hemisferio. Los migrantes, refugiados, minorías, mujeres, pobres, desamparados o discapacitados. Estamos rodeados de personas invisibles, de gente olvidada. Las siguientes dos historias destacan a los latinos pobres de zonas rurales en Honduras y Perú. A veces los poderosos en un contexto están marginados en otro. Resulta difícil encontrar víctimas puras.

La historia del movimiento de la Iglesia Bautista Conservadora, de los años 1960 hasta hoy, ha sido un modelo e inspiración para miles de personas y congregaciones en todo el mundo, incluyendo a los anabautistas. Los materiales de capacitación pastoral denominados Capacitar y multiplicar, desarrollados por las iglesias hondureñas para reproducir rápidamente la iglesia en toda la costa norte del país, se han traducido a decenas de idiomas y varios organizaciones mundiales los ofrecen para entrenamiento, incluyendo Project WorldReach. Sin embargo, pocos saben de la lucha que han librado para ser reconocidos por los líderes dentro de su propia denominación, porque como campesinos se les consideraba como inadecuadamente educados (ninguno poseía credenciales formales de ningún tipo) e incapaces de administrar su propia organización eclesial. Yo estuve en la conferencia donde un pastor hondureño de la capital, graduado en un seminario de Estados Unidos, trató de apoderarse de más de 200 iglesias rurales. Les ofrecía cobertura bajo su iglesia en la capital del país. Nunca me sentí más orgullosa en mi vida que cuando uno de los pastores campesinos, Oscar (uno de los mentores de mi esposo), con su familiar amabilidad y un discernimiento apacible que todos conocíamos muy bien, le dijo: «Durante muchos años usted ha rechazado el entrenamiento de extensión que nos califica como pastores campesinos. ¿Cómo nos ayudaría ahora al ponernos bajo su administración?» Su plan fracasó. El hecho de dirigir su propia capacitación les había dado a los pastores campesinos más seguridad en su habilidad de dirigir su propio movimiento.

Los plantadores de iglesias de este movimiento en Honduras nos capacitaron a mi esposo y a mí. Nos dieron el mejor entrenamiento posible para nuestro trabajo entre los marginados de México. En ningún otro lugar podríamos haber encontrado más sabiduría, ni más obediencia a Jesús, más herramientas, más modelos prácticos, ni maestros más humildes que entre estos pastores campesinos hondureños como Oscar. Sin embargo, en muchos aspectos, ya que no publican en nuestras revistas, ni predican en nuestras conferencias, son invisibles, olvidados. A veces, cuando trato de contar su historia para contrarrestar la misionología que desacredita a los líderes no entrenados formalmente, me siento como Roda, la del libro de los Hechos, que tenía algo increíble que decir, pero fue ignorada porque era una sirvienta. De alguna manera, me faltan las credenciales para hacerme escuchar.

Sin embargo, no se trata de mi historia. Soy de raza blanca y tengo educación formal, así que puedo encontrar otras maneras de hacerme escuchar. Pero, ¿con qué frecuencia escuchamos a un «Oscar», enseñando los principios de plantación de iglesias o reclamándonos por haber criticado a otro misionero que lo ignoraba… a él? ¿Con qué frecuencia oímos predicar a un Juan de Yuvi Nani? ¿O dejamos que un anciano Wounaán nos cuente sus historias? ¿Qué voces escuchamos? ¿Tenemos la intención de buscar en nuestro alrededor aquellas personas invisibles, que sufren alguna hemorragia de dignidad?

Mi última historia es sobre otro grupo de líderes de iglesias, que recientemente conocí en una área marginada del Perú. En una visita reciente, justo antes de las terribles inundaciones que actualmente están sufriendo sus ciudades y pueblos (nuestros amigos nos envían videos de ríos marrones que se desbordan frente a sus puertas), descubrí un poco de su historia. Después de unas inundaciones similarmente catastróficas hace unos treinta años, una agencia anabautista de misiones llegó con ayuda de emergencia. Se hicieron amistades, y la gente llegó a Cristo. La agencia reunió a estos creyentes en nuevas iglesias y les envió misioneros para pastorearlos durante unos diez años. Los misioneros entonces decidieron que debían encontrar a algunos nacionales para dirigir estas iglesias, así que eligieron pastores con credenciales fuera de su movimiento y les pagaron para dirigir las iglesias. Cuando se agotaron los fondos, los pastores se fueron, y las iglesias volvieron a quedar sin líderes. La agencia adoptó una nueva estrategia, eligieron a varios líderes locales y los enviaron a un seminario en otro país latinoamericano con becas completas. Después de cuatro años, los graduados regresaron y pastorearon por un tiempo, pero pronto les pareció demasiado difícil permanecer en esas congregaciones pobres, y todos, con excepción de uno, dejaron el movimiento. La estrategia fue considerada por la agencia como un fracaso, y la gente demasiado pobre para que pudiera funcionar.

Esta es una historia familiar para mí. Pero cuando llegué al Perú, reconocí muchas semejanzas con el norte de Honduras, donde había presenciado un movimiento de plantación de iglesias entre personas muy similares, y las oportunidades perdidas para las iglesias peruanas me partieron el corazón. El potencial de liderazgo de los llamados «líderes laicos» era invisible para la agencia misionera, al igual que el potencial para reproducir iglesias sin un sistema de credenciales extranjero o de financiamiento externo. La situación se parecía al caso descrito en Santiago 2:2-4. Pero en vez de llegar un pobre vestido en ropa vieja, había llegado un campesino sin estudio formal, y se le había dado un asiento en el piso. Ya no era su ropa que lo marginalizaba, sino su falta de credenciales. Sé que las personas tomando las decisiones tenían buenas intenciones. Pero los errores siempre tienen consecuencias no deseadas.

Aquí voy a citar algunas frases de una evaluación publicada por la agencia misionera, en la década de 1990, que fue la base de sus acciones. Prefiero mantener la fuente anónima, porque no se trata de un ataque a una persona bien intencionada, sino de la misionología equivocada que resultó.

En 1992 la misión decidió reorientar su trabajo con el propósito de fortalecer el trabajo nacional. Desde el principio habían trabajado en centros marginales urbanos y rurales. Pero, después de casi una década de trabajo, no tuvieron éxito en volverse autosuficientes y el futuro no fue prometedor. Además, los enfoques hacia la obra misionera, que nacieron en los corazones de las congregaciones locales, se hicieron cada vez más difíciles debido a la condición de los miembros…
El líder nacional, incluido el presidente, no tenía formación en las tareas administrativas que se requieren en este tipo de asociaciones. Por lo tanto, dependían del trabajo del misionero… [cuya] salida en 1998 dejó un enorme vacío… porque aportaba un liderazgo eficiente y sabio que no podía ser reemplazado.

Mi interpretación es que la habilidad de los líderes locales para pastorear sus propias iglesias era invisible para el evaluador acreditado de un seminario. Pienso que la culpa por el fracaso de la labor rural peruana para crecer y reproducirse no se colocó en la misionología de los misioneros blancos y pastores educados formalmente, sino que se colocó directamente en la «condición de los miembros». La inferencia, para mí, es que la propagación del evangelio se ve obstaculizada por la pobreza y la consiguiente falta de capacitación formal.

Me siento aliviada al decir que la agencia que inició el trabajo en el Perú ha revisado posteriormente su misionología, algunos de sus miembros han pedido perdón a los trabajadores locales y les han dado la libertad para realizar el ministerio, como debieron haberlo hecho hace treinta años. Algunos de los líderes peruanos me describieron sus planes para iniciar el trabajo, cuando preguntaron sobre la libertad recién descubierta: «¿Es verdad que ahora podemos salir y comenzar nuevas obras? Siempre nos dijeron que no podíamos». La iglesia aprende lentamente su verdadera naturaleza.

Termino con el canto del personaje más marginado de toda la Escritura: una joven pobre del Medio Oriente, con un velo, llevando en su vientre a un niño «bastardo», sufriendo dolores de parto en un camino sin lugar adónde ir, próximos a ser refugiados perseguidos en un país extranjero:

Mi alma glorifica al Señor,
y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador,
porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva.
Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí.
¡Santo es su nombre!
De generación en generación
se extiende su misericordia a los que le temen.
Hizo proezas con su brazo;
desbarató las intrigas de los soberbios.
De sus tronos derrocó a los poderosos,
mientras que ha exaltado a los humildes.
A los hambrientos los colmó de bienes,
y a los ricos los despidió con las manos vacías.
Acudió en ayuda de su siervo Israel
y, cumpliendo su promesa a nuestros padres,
mostró su misericordia a Abraham
y a su descendencia para siempre.       (Lucas 1:46-55 NVI)
Es la adoración de los marginados lo que más nos despierta a la venida del rey. Todos nosotros anabautistas—ricos y pobres, poderosos y marginados—debemos ir a encontrarnos con él «fuera del campamento», y unirnos con él allí, identificándonos con los más invisibles de nuestro mundo y compartiendo la redención con la gente olvidada que nos rodea.

Anne Thiessen creció en Honduras en una familia misionera estadounidense. Después de graduarse de Wheaton College, trabajó con World Relief como coordinadora de campamento de refugiados. Luego sirvió como movilizador hacia misión, bajo Artists in Christian Testimony. Ahora trabaja junto a su esposo, Robert, para establecer la autoridad de Cristo entre los indígenas mixtecos en los estados de Guerrero y Oaxaca, México. Ella sirve bajo MBMission de los Hermanos Menonitas.

Footnotes

1

Véase Marcos 5:25-34 y otros pasajes paralelos. Le he añadido detalles al relato bíblico de mi propia imaginación.